Lunes, 23 de julio de 2007

ARTÍCULOS

La agencia tributaria de Cataluña

JOSÉ MANUEL TEJERIZO LÓPEZ/CATEDRÁTICO DE DERECHO FINANCIERO Y TRIBUTARIO

La semana pasada, el Parlamento de Cataluña aprobó la ley de creación de una Agencia Tributaria propia, decisión que, como era de esperar, ha levantado una gran polvareda (mediática, que se dice ahora). El asunto presenta dos facetas bien diferenciadas: una, de carácter técnico y otra, de índole política y constitucional. La primera, a pesar de la influencia que pueda tener en la aplicación de los tributos, solo tiene cierto interés para los estudiosos de la Hacienda Pública y de la Ciencia de la Administración. Desde esta perspectiva, está claro que para gestionar sus propios tributos o los que han sido cedidos totalmente por el Estado, la Generalidad puede organizar sus servicios como estime conveniente. A partir de ahora se pretende realizar mediante una agencia especializada, al estilo americano ¿Pues que bien! No me terminan de convencer las agencias, pero no es momento ni lugar para elucubrar sobre ello.

Mucho más calado tiene la pretensión, explicitada en la nueva ley, de convertir la Agencia catalana en la única Administración tributaria del Principado, yendo incluso más allá de lo previsto en el Estatuto de Autonomía aprobado hace un año, según ha reconocido el propio consejero de Hacienda. Con el nuevo organismo se quiere gestionar en exclusiva no solo los tributos antes citados, sino también los tributos cedidos parcialmente (IRPF, IVA e Impuestos especiales), e incluso los no cedidos (sobre sociedades y sobre la renta de no residentes). Es cierto que, literalmente, lo que se dice perseguir es el establecimiento de un consorcio paritario entre la AEAT y la Agencia Tributaria catalana, pero detrás de esta fórmula aparentemente inocua se encuentra la intención política de hacer desaparecer en Cataluña cualquier vestigio de la Hacienda estatal, pues de otro modo no se entiende la creación de una estructura administrativa compleja y detallada. Para participar en un mero consorcio, de los que existen numerosos ejemplos en las diversas organizaciones administrativas de nuestro Derecho, no hacían falta tantas alforjas.

Desde esta perspectiva, la creación de la Agencia tributaria catalana resulta criticable. Ante todo, por razones de oportunidad ¿No hubiera sido más razonable esperar al pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre esta y otras cuestiones que se le han planteado respecto del Estatuto catalán del 2006? Existe la sensación de que, con esta decisión, se ha querido practicar una política de hechos consumados, lo que casa mal, por decirlo de forma suave, con el respeto que, al menos de boquilla, se dice profesar a tan alta Institución. También, porque supone una medida contraria a la eficiencia de los servicios públicos (principio que también tiene relevancia constitucional). Por más que se pretenda justificar, no hay quien pueda aceptar sensatamente que trocear la Administración Tributaria sea un mecanismo eficaz para mejorar la aplicación de los tributos. En una economía globalizada, con cada vez mayores posibilidades de deslocalización de rentas y de actividades (y de comportamientos fraudulentos, no nos engañemos), no parece una respuesta en buena dirección dividir la organización tributaria única ahora existente en España, que, por cierto, sirve de modelo a otras similares en Europa, en múltiples organizaciones independientes, y utilizo el plural de forma consciente porque no nos cabe la más mínima duda de que el precedente catalán, aunque les pese a los defensores de su singularidad, será seguido con entusiasmo por algunas otras comunidades autónomas si ahora no se le pone coto.

Pero, sobre todo, las críticas más severas a la creación de la Agencia Tributaria catalana se deben plantear desde la configuración constitucional de las Haciendas Públicas. En primer lugar, porque establece una relación bilateral entre el Estado y la comunidad autónoma que, en materia de financiación pública, no se encuentra reconocida en nuestra Constitución, puesto que el Tribunal Constitucional ha dicho en muchas ocasiones, la última este mismo año para rechazar unos recursos de la Junta de Andalucía contra el sistema de financiación de las CC AA, que la coordinación de todas las Haciendas corresponde en exclusiva al Estado.

En segundo término, porque vulnera el llamado bloque constitucional, constituido en esta materia por la Ley de Financiación de las CC AA, dictada en aplicación de lo dispuesto en el artículo 157.3 CE, que otorga al Estado la gestión exclusiva de los tributos.

En tercer lugar, porque la asunción de funciones estatales prevista vulnera la Constitución, que solo prevé la delegación de las funciones del Estado en competencias de carácter material (por ejemplo, la gestión de los aeropuertos nacionales, de lo que tanto se habla en estos días), pero no la delegación en una competencia instrumental como es la gestión de los ingresos públicos.

Y por último, porque ello supondría la desaparición, al menos en una parte del territorio nacional, de uno de los instrumentos visibles de la soberanía, tan disminuida hoy día, por otro lado, como es la recaudación de los tributos. El ejemplo de los territorios forales, que se ha esgrimido como precedente, no nos sirve. De un lado, porque está amparado constitucionalmente, por más dudas que suscite la fórmula existente. Y de otro, porque es un sistema de gestión tributaria de otros tiempos, que no responde a las necesidades y los retos actuales de la Hacienda Pública.