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CINCO DÍAS - OPINIÓN   

29 de Marzo de 2005    


Cuando el talante se convierte en ley

Jordi de Juan

Un nuevo talante se ha apoderado de nuestras fuentes de producción jurídica. Su primera manifestación, la nonata Ley de Acompañamiento, sacrificada este año en aras de la seguridad jurídica, de la técnica legislativa y de la fortaleza del principio democrático y del necesario debate parlamentario. Así lo justifica la Ley de Presupuestos para 2005, y la valoración que merece para cualquier operador jurídico no puede ser más positiva. Cualquier jurista medianamente informado estará de acuerdo si digo que una buena técnica jurídica exigía depurar este engendro jurídico, difícil de parir, y más difícil de digerir. Al final de cada año parlamentario, la ley ómnibus, como se le llamaba, se convertía en un cajón de sastre que succionaba una miscelánea inconexa de disposiciones normativas que, sin ninguna sistemática ni trabazón lógica entre ellas, modificaba otras tantas disposiciones legales, con el consiguiente riesgo para la seguridad jurídica, y para el necesario sosiego y reflexión que debe presidir una reforma legislativa. Los que nos vimos en la difícil tesitura de defender tan aciago instrumento legal, agradecemos su ¿definitiva? desaparición.

Pero la verdad es que el legislador sigue segregando una resistencia atávica a desprenderse del engendro en cuestión. Sin asumir la paternidad de tan monstruosa criatura jurídica, que corresponde al legislador de 1993, sí que parece apuntarse a la utilidad práctica que proporcionaba. Y es que esa era la única virtualidad de la llamada Ley de Acompañamiento, hacer honor a su sobrenombre, y erigirse en la Ley adjetiva del Presupuesto que incorporaba materias que, por desbordar el contenido constitucionalmente tasado de la Ley de Presupuestos, debían aprobarse juntamente con las cuentas públicas. Dicho en román paladino, las reformas que era necesario aprobar para sincronizar nuestro ordenamiento jurídico con la política económica del Gobierno. Tan loable finalidad no justificaba, empero, la existencia de la caótica ley, a la que se adherían todo tipo de reformas normativas, aunque si se liberase de tales adherencias indeseables, tributo impagable de apoyos parlamentarios en escenarios de mayorías precarias, la ley podría tener su utilidad.

Lo cierto es que la inercia, o esa resistencia atávica de que hablaba, se ha dejado sentir, y la Ley de Acompañamiento ha cedido el testigo a una miniley de Acompañamiento, la Ley 4/2004, de textura básicamente fiscal, en la que se precipitan normas de muy diversa índole: desde una modificación de las tasas y precios públicos hasta la autorización a la ley de presupuestos para modificar sus cuantías, innecesaria porque ya se contenía en la Ley de reordenación de prestaciones patrimoniales públicas, pasando por la reforma de tipos de gravamen y beneficios fiscales de entidades sin fines lucrativos, el reconocimiento de nuevas exenciones en el Impuesto de Sucesiones y Donaciones, o la prórroga concedida a la Iglesia para confeccionar el Inventario General de Bienes. Es decir, el mismo día que el legislador presupuestario extiende el acta de defunción de tan precaria técnica legislativa, la resucita milagrosamente con la Ley 4/2004.

Con todo, no es lo más grave. Lo realmente grave, hablando de técnica legislativa, es que cuatro días antes de la promulgación de la Ley de Presupuestos, el Real Decreto-Ley 11/2004 modifica en materia de pensiones públicas la propia Ley de Presupuestos de 2005. No es que se ponga la venda antes de la herida, es que se modifica una ley futura, obviando el procedimiento legislativo de elaboración del presupuesto, y además por decreto-ley. Sabemos que el decreto-ley es, como decía el clásico, un híbrido normativo con cuerpo de Decreto y alma de Ley, pero eso no significa que pueda hacerlo todo. Y la verdad, que un decreto-ley pueda corregir la Ley de Presupuestos, sujeta a un procedimiento especial en su tramitación, antes de publicarse, no parece un buen precedente para la técnica legislativa, no sé si muy compatible con la Constitución. ¿Qué pasaría si por decreto-ley se modificaran los tipos impositivos de los impuestos aprobados por la ley presupuestaria? No sería una buena técnica, y desde luego, no sería constitucional. Me temo que cuando el talante se convierte en ley, el caos se apodera del BOE.



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