Desde hace unas semanas estamos asistiendo a un debate acerca de
las pretendidas bondades que tendría reformar el actual IRPF con el
objetivo de convertirlo en un impuesto lineal, se entiende que al
modo de lo que la literatura hacendística vino en definir en la
década de los ochenta como un flat tax. La irrupción repentina de
estas ideas, de forma desordenada e incluso contradictoria, resulta
en gran medida reveladora de la ausencia de un modelo por parte de
la oposición para nuestro impuesto sobre la renta personal.
Únicamente desde la improvisación puede entenderse que una
propuesta de reforma del IRPF no se centre en los elementos
nucleares de cualquier debate fiscal. A saber: el patrón
distributivo y el grado de progresividad de su carga, el nivel
recaudatorio que se desea alcanzar, la definición de la renta
gravable, el tratamiento de la situación familiar y de las
circunstancias personales con el que se desea atender al principio
de la equidad horizontal o el modelo de gestión pensado para su
aplicación. Por el contrario, el debate suscitado, en cierto modo
alentado por los medios de comunicación y los grupos de interés
económicos ante la indefinición originaria, ha girado sobre las
pretendidas excelencias de un modelo de imposición sobre la renta
personal, el conocido como impuesto lineal.
La característica más sobresaliente de este modelo y que sirve
para darle nombre, es la aplicación de una tarifa con un único tipo
marginal, que se aplicaría a partir de un determinado nivel de base
liquidable fijado por el establecimiento de un mínimo exento. El
resto de características que generalmente acompañan a este tipo de
propuestas, tales como la eliminación de reducciones y deducciones,
o la generalización de los criterios de medición de las rentas
independientemente de su fuente no son exclusivas del modelo, pues
son predicables para cualquier otra alternativa de gravamen. Lo
mismo sucede con otras consideraciones como la fijación de la
cuantía de ese tipo marginal, coincidente o no con el tipo del
impuesto de sociedades, o la aplicación o no de mecanismos de
retención liberatorios para determinados tipos de rentas del
capital. Y, en tercer lugar, hay que referirse a la llamada renta
ciudadana, integrante, en principio, de la propuesta inicial que,
mágicamente, ha desaparecido del debate. En mi opinión, la discusión
sobre la conveniencia de adoptar una estructura de imposición sobre
la renta personal identificable con un impuesto lineal únicamente
puede hacerse desde el desconocimiento del mundo real. La falta de
aplicación del modelo a lo largo del tiempo en el ámbito de los
países de la OCDE es tremendamente ilustrativa de la irrealidad de
la propuesta, a pesar de sus aparentes bondades. Sin ánimo de entrar
en la discusión sobre éstas, pues la mayoría de ellas resultan
también carentes de enjundia suficiente, sí me gustaría revisar
algunos de los pilares que sostienen esta valoración de irrealidad
fiscal.
En primer lugar, debe realizarse una precisión fundamental para
entender el alcance de lo que significa la tarifa en cualquier
modelo de imposición sobre la renta personal. La tarifa, a pesar de
su enorme visibilidad para los ciudadanos, no representa más que una
formalización del criterio con el que se asigna, según cada nivel de
capacidad de pago, la correspondiente carga impositiva que el
legislador ha establecido de acuerdo con sus nociones de equidad
defendidas. Sin embargo, es de una mínima formación hacendística
saber que la relación entre esa capacidad de pago y la carga
impositiva efectivamente soportada también va a venir condicionada
por otros elementos de la estructura del impuesto, como las reglas
de medición de las distintas rentas, las posibles consideraciones
acerca de las cuantías mínimas de renta que deben quedar fuera de
imposición, tanto por circunstancias personales como familiares, la
existencia de posibles tratamientos incentivadores respecto del
consumo o el ahorro, etcétera. De hecho, no admite discusión técnica
el que la progresividad es únicamente consecuencia de la existencia
de una estructura global de gravamen que asegure que los tipos
medios efectivos soportados por los contribuyentes sean crecientes
con su renta. Ante esta premisa, como es sencillo intuir, la
discusión sobre el número de tramos en el que la tarifa ha de
estructurarse resulta improcedente.
Algo similar sucede cuando se plantea la posible simplicidad del
impuesto fruto de la aplicación de una tarifa con uno o varios tipos
marginales, máxime si tenemos en cuenta que la operatoria no exige
realmente más que la aplicación del tipo marginal que afecta al
último resto de rentas, pues hasta el nivel anterior la cuota
acumulada ya está precalculada. Si, además, tenemos en cuenta los
medios tecnológicos con los que hoy en día se realizan la enorme
mayoría de las declaraciones por IRPF, posiblemente esta discusión
carezca de la más mínima seriedad. Definido el escenario de la
discusión, llega el momento de ubicar una idea como la del impuesto
lineal. Dos son los elementos que condicionan la inviabilidad de una
propuesta de esta naturaleza, al menos en un marco presupuestario
sensato.
El primero se refiere al nivel de recaudación que se pretende
alcanzar con el nuevo impuesto y la forma en la que se pretende
distribuir la carga. Es decir, cuáles son los objetivos de la
reforma en cuanto a los principios impositivos de suficiencia y
justicia distributiva, en su noción de equidad vertical. Así, si el
impuesto lineal pretende mantener el nivel de recaudación actual del
IRPF, es un resultado teórico que no admite discusión que, salvo que
se pretenda mantener el actual esquema de distribución de las cargas
-circunstancia que, en cierto modo, sería una validación de la ley
aprobada en 1998-, esto únicamente es posible aumentando la
tributación para unos contribuyentes y reduciéndola para otros, en
términos del tipo medio que efectivamente soportan, lo cual no
parece socialmente aceptable. En cambio, si de lo que se trata es de
conseguir una reducción general de la carga impositiva soportada,
resulta igualmente ineludible asumir un coste recaudatorio tanto
mayor cuanto mayor sea el impacto relativo de dicha reducción, y con
casi toda seguridad asumiendo una pérdida del potencial
redistributivo del impuesto.
En definitiva, en este terreno la imposición lineal no es en sí
misma nada, pues desde la óptica de estos principios el único debate
real es el que permite discutir sobre el nivel de recaudación
alcanzable y el grado de progresividad que se desea, ambos
definitorios en última instancia del efecto redistributivo del
impuesto.
El segundo de los elementos al que quiero hacer mención se
refiere a la noción de equidad horizontal que ilustra también el
principio de justicia distributiva. En gran medida, la legitimación
social de los impuestos sobre la renta personal viene dada por su
aptitud para recoger una evaluación de la capacidad de pago que
tenga en cuenta las circunstancias personales y familiares
condicionantes de la definición de un concepto justo de renta
discrecional. De nuevo, toda idea de estandarización de dichas
circunstancias en una única magnitud -independientemente de si el
tratamiento se realiza como reducción de la base imponible o como
deducción de la cuota, pues en un impuesto con un único tipo
marginal es obvio que ambas alternativas son idénticas en cuanto a
progresividad y coste recaudatorio- vuelve a situarnos en un
escenario irreal: ¿Se piensa seriamente en un IRPF en el que las
cargas por hijos o por ascendientes sean irrelevantes a la hora de
establecer el gravamen efectivamente? ¿O se desea obviar situaciones
de necesidad derivadas de la monoparentalidad o de las minusvalías
de contribuyentes o sus dependientes? De nuevo vemos que el impuesto
lineal, ante una mínima noción de equidad horizontal vuelve a ser
nada. En este caso, además, aducir razones de sencillez en la
gestión puede resultar incluso sarcástico, pues es evidente que un
tributo tan injusto como el impuesto de capitación -que se pagaba en
las Haciendas arcaicas por el mero hecho de existir-, posiblemente
fuese una alternativa de escasos costes de gestión y de
cumplimiento.
En resumen, creo que cualquier discusión seria sobre política
tributaria exige adentrarse en los principios que inspiran
constitucionalmente cualquier sistema fiscal moderno. Soy
consciente, sin embargo, que aquí el debate puede resultar más
costoso, pues los activos acumulados tras la reforma del IRPF de
1998, con unas sustanciales rebajas impositivas y unos efectos
favorables para la economía, hacen realmente complicado para algunos
abundar en grandes reformas.
Nosotros somos conscientes de las posibilidades de mejora
-siempre gradual- que cualquier sistema tributario tiene. Y parece
razonable pensar que el debate sobre el futuro del IRPF se centrará
sobre cuestiones precisas y de gran impacto social como el
tratamiento de la familia y los incentivos a la natalidad o la
mejora de la neutralidad del impuesto respecto al ahorro o la oferta
de trabajo, más que sobre hipotéticos modelos de imposición ausentes
de la realidad social de un país moderno.
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