CINCO DÍAS
         Miércoles 11 de julio de 2001




















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Opinión

TRIBUNA
La irrealidad del impuesto lineal sobre la renta

Enrique Giménez-Reyna.

Desde hace unas semanas estamos asistiendo a un debate acerca de las pretendidas bondades que tendría reformar el actual IRPF con el objetivo de convertirlo en un impuesto lineal, se entiende que al modo de lo que la literatura hacendística vino en definir en la década de los ochenta como un flat tax. La irrupción repentina de estas ideas, de forma desordenada e incluso contradictoria, resulta en gran medida reveladora de la ausencia de un modelo por parte de la oposición para nuestro impuesto sobre la renta personal.

Únicamente desde la improvisación puede entenderse que una propuesta de reforma del IRPF no se centre en los elementos nucleares de cualquier debate fiscal. A saber: el patrón distributivo y el grado de progresividad de su carga, el nivel recaudatorio que se desea alcanzar, la definición de la renta gravable, el tratamiento de la situación familiar y de las circunstancias personales con el que se desea atender al principio de la equidad horizontal o el modelo de gestión pensado para su aplicación. Por el contrario, el debate suscitado, en cierto modo alentado por los medios de comunicación y los grupos de interés económicos ante la indefinición originaria, ha girado sobre las pretendidas excelencias de un modelo de imposición sobre la renta personal, el conocido como impuesto lineal.

La característica más sobresaliente de este modelo y que sirve para darle nombre, es la aplicación de una tarifa con un único tipo marginal, que se aplicaría a partir de un determinado nivel de base liquidable fijado por el establecimiento de un mínimo exento. El resto de características que generalmente acompañan a este tipo de propuestas, tales como la eliminación de reducciones y deducciones, o la generalización de los criterios de medición de las rentas independientemente de su fuente no son exclusivas del modelo, pues son predicables para cualquier otra alternativa de gravamen. Lo mismo sucede con otras consideraciones como la fijación de la cuantía de ese tipo marginal, coincidente o no con el tipo del impuesto de sociedades, o la aplicación o no de mecanismos de retención liberatorios para determinados tipos de rentas del capital. Y, en tercer lugar, hay que referirse a la llamada renta ciudadana, integrante, en principio, de la propuesta inicial que, mágicamente, ha desaparecido del debate. En mi opinión, la discusión sobre la conveniencia de adoptar una estructura de imposición sobre la renta personal identificable con un impuesto lineal únicamente puede hacerse desde el desconocimiento del mundo real. La falta de aplicación del modelo a lo largo del tiempo en el ámbito de los países de la OCDE es tremendamente ilustrativa de la irrealidad de la propuesta, a pesar de sus aparentes bondades. Sin ánimo de entrar en la discusión sobre éstas, pues la mayoría de ellas resultan también carentes de enjundia suficiente, sí me gustaría revisar algunos de los pilares que sostienen esta valoración de irrealidad fiscal.

En primer lugar, debe realizarse una precisión fundamental para entender el alcance de lo que significa la tarifa en cualquier modelo de imposición sobre la renta personal. La tarifa, a pesar de su enorme visibilidad para los ciudadanos, no representa más que una formalización del criterio con el que se asigna, según cada nivel de capacidad de pago, la correspondiente carga impositiva que el legislador ha establecido de acuerdo con sus nociones de equidad defendidas. Sin embargo, es de una mínima formación hacendística saber que la relación entre esa capacidad de pago y la carga impositiva efectivamente soportada también va a venir condicionada por otros elementos de la estructura del impuesto, como las reglas de medición de las distintas rentas, las posibles consideraciones acerca de las cuantías mínimas de renta que deben quedar fuera de imposición, tanto por circunstancias personales como familiares, la existencia de posibles tratamientos incentivadores respecto del consumo o el ahorro, etcétera. De hecho, no admite discusión técnica el que la progresividad es únicamente consecuencia de la existencia de una estructura global de gravamen que asegure que los tipos medios efectivos soportados por los contribuyentes sean crecientes con su renta. Ante esta premisa, como es sencillo intuir, la discusión sobre el número de tramos en el que la tarifa ha de estructurarse resulta improcedente.

Algo similar sucede cuando se plantea la posible simplicidad del impuesto fruto de la aplicación de una tarifa con uno o varios tipos marginales, máxime si tenemos en cuenta que la operatoria no exige realmente más que la aplicación del tipo marginal que afecta al último resto de rentas, pues hasta el nivel anterior la cuota acumulada ya está precalculada. Si, además, tenemos en cuenta los medios tecnológicos con los que hoy en día se realizan la enorme mayoría de las declaraciones por IRPF, posiblemente esta discusión carezca de la más mínima seriedad. Definido el escenario de la discusión, llega el momento de ubicar una idea como la del impuesto lineal. Dos son los elementos que condicionan la inviabilidad de una propuesta de esta naturaleza, al menos en un marco presupuestario sensato.

El primero se refiere al nivel de recaudación que se pretende alcanzar con el nuevo impuesto y la forma en la que se pretende distribuir la carga. Es decir, cuáles son los objetivos de la reforma en cuanto a los principios impositivos de suficiencia y justicia distributiva, en su noción de equidad vertical. Así, si el impuesto lineal pretende mantener el nivel de recaudación actual del IRPF, es un resultado teórico que no admite discusión que, salvo que se pretenda mantener el actual esquema de distribución de las cargas -circunstancia que, en cierto modo, sería una validación de la ley aprobada en 1998-, esto únicamente es posible aumentando la tributación para unos contribuyentes y reduciéndola para otros, en términos del tipo medio que efectivamente soportan, lo cual no parece socialmente aceptable. En cambio, si de lo que se trata es de conseguir una reducción general de la carga impositiva soportada, resulta igualmente ineludible asumir un coste recaudatorio tanto mayor cuanto mayor sea el impacto relativo de dicha reducción, y con casi toda seguridad asumiendo una pérdida del potencial redistributivo del impuesto.

En definitiva, en este terreno la imposición lineal no es en sí misma nada, pues desde la óptica de estos principios el único debate real es el que permite discutir sobre el nivel de recaudación alcanzable y el grado de progresividad que se desea, ambos definitorios en última instancia del efecto redistributivo del impuesto.

El segundo de los elementos al que quiero hacer mención se refiere a la noción de equidad horizontal que ilustra también el principio de justicia distributiva. En gran medida, la legitimación social de los impuestos sobre la renta personal viene dada por su aptitud para recoger una evaluación de la capacidad de pago que tenga en cuenta las circunstancias personales y familiares condicionantes de la definición de un concepto justo de renta discrecional. De nuevo, toda idea de estandarización de dichas circunstancias en una única magnitud -independientemente de si el tratamiento se realiza como reducción de la base imponible o como deducción de la cuota, pues en un impuesto con un único tipo marginal es obvio que ambas alternativas son idénticas en cuanto a progresividad y coste recaudatorio- vuelve a situarnos en un escenario irreal: ¿Se piensa seriamente en un IRPF en el que las cargas por hijos o por ascendientes sean irrelevantes a la hora de establecer el gravamen efectivamente? ¿O se desea obviar situaciones de necesidad derivadas de la monoparentalidad o de las minusvalías de contribuyentes o sus dependientes? De nuevo vemos que el impuesto lineal, ante una mínima noción de equidad horizontal vuelve a ser nada. En este caso, además, aducir razones de sencillez en la gestión puede resultar incluso sarcástico, pues es evidente que un tributo tan injusto como el impuesto de capitación -que se pagaba en las Haciendas arcaicas por el mero hecho de existir-, posiblemente fuese una alternativa de escasos costes de gestión y de cumplimiento.

En resumen, creo que cualquier discusión seria sobre política tributaria exige adentrarse en los principios que inspiran constitucionalmente cualquier sistema fiscal moderno. Soy consciente, sin embargo, que aquí el debate puede resultar más costoso, pues los activos acumulados tras la reforma del IRPF de 1998, con unas sustanciales rebajas impositivas y unos efectos favorables para la economía, hacen realmente complicado para algunos abundar en grandes reformas.

Nosotros somos conscientes de las posibilidades de mejora -siempre gradual- que cualquier sistema tributario tiene. Y parece razonable pensar que el debate sobre el futuro del IRPF se centrará sobre cuestiones precisas y de gran impacto social como el tratamiento de la familia y los incentivos a la natalidad o la mejora de la neutralidad del impuesto respecto al ahorro o la oferta de trabajo, más que sobre hipotéticos modelos de imposición ausentes de la realidad social de un país moderno.

Publicado en página 17


 

  • Secretario de Estado de Hacienda.


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